Deportiva Reflexión No. 3 - ¡Ay, mi Cali!
Bandera de Colombia |
Vivo en Cali, Colombia. Aquí en La Capital de la Salsa se baila como Pelé dominaba la pelota: con sabor, clase, soltura y seguridad. Aquí se come empanada de forma maratónica y se toma Póker como si se tratara de una competencia de comida. Aquí se pasa la sed del cansancio con un guarapo o un cholado y se reanima el espíritu trasnochado por el aguardiente de caña con caldo de costilla o de gallina acompañado de una aguapanela helada. Aquí la gente utiliza el Mirá, Ve para indicarle a alguien que oiga y escuche, o para llamarle la atención a alguien, o para demostrar sorpresa, o como simple muletilla para darle aire al pensamiento, y el Oís para cerciorarse de que hubo comprensión. Aquí las mujeres son verdaderas flores, como dice la canción, pero no cualquier flor, sino orquídeas, lotos, dalias, tulipanes, rosas blancas, rojas y negras, girasoles, claveles y carnívoras, y encima de eso, son coquetas—simpáticas—como jaguaras en celo. Aquí el sol azota como en los desiertos donde se corre el Dakar, llueve hasta que la ciudad queda transformada en una Venecia donde se puede practicar kayak, y baja una brisa entre las cuatro y las seis de la tarde desde los farallones que sirve para poner en práctica el street windsurfing o inflar las alas del parapente y volar. Aquí se trashuma las calles a pie igual a los skateboarders que buscan sitios para practicar sus vuelos, sus trucos y sus grinds. Ay, mi Cali.
La Sucursal del Cielo es una ciudad cálida, pero también caliente, por eso hay que andar mosca para no darle papaya a cualquier abeja. Y es que a momentos el caleño se pasa de avispado creyendo que el resto de la gente es burra, y se colan en las filas, o buscan ser atendidos primero que los demás a pesar de haber llegado tarde, o quieren solucionar transgresiones legales por medio de mordidas. Y a veces se pasan de listos los vivos bobos y se hacen los pendejos y güevones para que todo el mundo quede sano. Aquí a los gatos y las ratas les va como a perro en misa, y a los perros, si los cogen, las diablas y las zorras le dan chumbimba. Aquí los criminales le hacen galleta a la policía y los narcotraficantes financian las campañas políticas mientras la gente bien no se mezcla con la ralea y se enjaula en sus conjuntos residenciales para resguardase tras las rejas y las guacharacas de la seguridad privada. Ay, mi Cali.
Y la gente mira con recelo. Y la gente come pandebono y buñuelo con café con leche. Y la mazamorra y el champús llegan hasta la puerta de la casa en olladas a triciclo. Y la Coca-Cola la endulzan con azúcar en vez de corn syrup. Y McDonald's vende pollo frito con papa amarilla, fríjol y arroz, acompañado con miel y ají picodegallo. Y las vendedoras de tinto hacen negocio en las filas del Starbucks. Y el rebusque lo viven los niños desde los cuatro o cinco años limpiando parabrisas Nissan, Ford y Renault o vendiendo Chiclet’s y Marlboro. Y la educación pública es gratuita para poder declarar a los recién adultos como bachilleres aptos para el ejército y la policía. Y los estudiantes de la universidad pública son apodados vándalos, vagos, tira piedras y desadaptados mientras los edificios de las facultades se desmoronan y el presidente hace cabecitas frente a Butragueño en el Bernabéu.
Duque.— ¿Cuántas cabecitas se hace Butragueño?
Butragueño.— ¡Yo, nada! Yo la cabeza la utilizaba para pensar, no para golpear.
Colombia tierra querida, la abundante en mares, lagunas y ríos, en minerales, piedras y metales, en selvas, bosques y manglares: pobrecita, tan malgobernada, tan maladministrada, tan carcomida por la voracidad impune de la corrupción, la política heredada y escogida a dedo. Colombia que no se acuerda que es la segunda más feliz del mundo cuando llega la hora pico al masivo o cuando se va la luz a las ocho pm y se pierde el avance de la redención del mafioso de moda. Colombia la que transforma en mercancía a la educación pública, la salud y la televisión, y se hace la de la vista gorda frente a los acuerdos firmados por la paz. Colombia la de las masacres bananeras, la de La Violencia, la del Corbateo. Colombia la que celebra el fracking como oportunidad de crecimiento y aplaude el glifosato como medio para acabar con la siembra de los bandidos. Colombia la que ilegaliza la marihuana pero otorga permisos a PharmaCielo—farmacéutica canadiense—para que siembre en el Cauca los cultivos de cannabis más grandes del mundo para exportación, y a la vez celebra como victoria campal el decomiso de trece kilos de marihuana en quince días mientras el Primer Ministro canadiense, Justin Trudeau, anuncia una industria de $4.000 millones de dólares con la entrada en vigencia de la marihuana recreativa en su país, y Estados Unidos—el comandante de la guerra contra las drogas—en el 2017 vendió U$9.000 millones de dólares. Colombia la que combate el narcotráfico, pero ve aumentar las cifras de cultivo, producción y exportación de coca cada año. Colombia la de la doble moral, la del Fiscal General de la Nación untado hasta el tuétano en coimas con Odebrecht y Corficolombiana por la Ruta del Sol e implicado en la repentina muerte con cianuro del controller Pizano y su hijo, drama digno de tragedia Shakespereana, pero el 'honorable' Néstor Humberto Martínez sigue intocable en su acervo de poder, diciendo "No, marica, jueputa, esa mierda no tiene nada que ver conmigo, güevón, no sea bruto."
Y así, Colombia acumula desprestigios, y su clase política se vuelve el hazmerreír internacional, y así mismo el pueblo es tomado por estúpido, zamarreable, ignorante y crédulo, no sólo por la clase política feudal y eclesiástica, sino por los extranjeros que los colombianos tanto admiran. Y Cali, ay, mi Cali, ella sigue sin tren, sigue sin agua potable para más de la mitad de la población, sigue sus guerras de fronteras invisibles con armas hechizas fabricadas con marcos de bicicleta o varillas de pasamanos, sigue su raponeo, sigue en el puesto veintiocho de las ciudades más violentas del mundo, sigue bailando sonriente, altanera, indiferente y desconfiada como una flor mulata de metro ochenta, pues con tal de que haya salsa para echar paso y alumbrado para despertar el espíritu navideño no importa que se hunda el país o se acabe el mundo, total así lo quiere Dios y ante eso es mejor quedarse calladito y no cuestionar. Ay, mi Cali.
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Felipe Robayo
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