Carambolas cáusticas
Café de Nuit, Arles por Paul Gauguin. 1888 |
Durante mi infancia, en la finca de la familia el abuelo tenía un billar. Se trataba de un billar de carambola que el abuelo había comprado porque consideraba que era un deporte elegante. Además, como nos decía a todos los primos, “El billar trae alegría y es un juego de mucha inteligencia”. Y nos daba sopa y seco en el juego mientras nos daba trucos para que la bola tomara cierto efecto, o nos indicaba con el índice qué parte de la bola debíamos impactar, o nos mostraba la diferencia entre la finura y el atarbanismo, o nos daba la clave para ejecutar una carambola complicada.
Semih Sayginer |
Crecimos entre el chocolate y los choques de las bolas. Practicábamos todos los fines de semana sólo para poder darle algo de pelea al abuelo. Él nos compró taco a cada uno, de los desarmables, y nos tomábamos turnos durante las tardes de los domingos para enfrentarlo. El primero en desistir las confrontaciones con el abuelo fue el primo mayor, Juanpa. A él le llegó el momento de las novias primero que a todos, y prefirió la falda en la hamaca a las bolas de mármol en la mesa. Es comprensible. Sebas era el maestro del fino y George, con su zurda, era bueno para el arrión. Por mi parte, siendo el menor, me fascinaban los masses, fouettés, corridos y retrocesos y soñaba con dichos golpes cuando venía Mauro o el abuelo Zárate a la finca y en medio de carcajadas celebraban un golpe de fantasía al estilo Semih Sayginer.
Nuevo Manhattan. Tequendama, Cali, Colombia |
Con el tiempo el abuelo me llevó al Manhattan, donde practicaba con su mejor amigo Alejandro la carambola de tres bandas o billar francés. Nosotros habíamos aprendido la carambola directa, y generar contacto con una banda antes del golpe era de por sí toda una hazaña. Así que aprender a golpear las tres bandas antes de completar la carambola significó reaprender el deporte.
Ya en la universidad incursioné en el billar pool junto a un amigo guatemalteco, el cerote Daniel. Jugábamos, santamente, una vez por semana. Embuchacábamos bastante cerveza también y después de una noche de Poison y billar pool, terminé con un DUI. Lo peor de la noche no fue que hubiera perdido la licencia de conducir por seis meses, sino que no gané ni un solo partido y me tocó pagar todas las rondas.
Lo importante es que a través de los años fui desarrollando el tacto, la sutileza, la astucia, la pericia y la consistencia. Cada vez que iba a tacar recordaba las palabras del abuelo respecto a la paciencia, la fuerza, el efecto, el ataque, la salida y la llegada. Durante la vida he tenido momentos de carambola, donde todo me sale según lo he proyectado, pero hay veces en las que la bola se me sale por el lado estrecho, hay otras en las que descacho y parece que fuera a partir el taco, en otras ocasiones es la fortuna la que se encarga de completar el tiro, y en la gran mayoría de los casos lo que desarrollé fue una capa gruesa de resiliencia contra el fracaso y la derrota. Y la victoria, cuando llegaba, era como un guarapo con limón helado al medio día después de una marcha por la educación. Aprendí, entonces, que la victoria es una cuestión de dominio emocional donde predominan la serenidad, la certeza, la auto confianza, la paciencia y la concentración. Así mismo, es vital evitar la fanfarronería y la soberbia, pues a causa de la sobradez se escapan las carambolas.
Daniel Sánchez |
Robinson Morales (diario el Otún) |
Aunque podría pensarse que no es el deporte más emocionante para disfrutar como espectador, los torneos de billar pululan alrededor del mundo. Actualmente se juega el campeonato mundial de tres bandas en La Baule, Francia, y entre los favoritos se cuentan el español Daniel Sánchez, el belga Frédéric Caudron, el vietnamita Quoc Nguyen, el italiano Marco Zanetti y el colombiano Robinson Morales. Es un deporte particular al practicarse con camisa manga larga, corbatín, chaleco, pantalón planchado, zapatos de charol y el guante de tres dedos fabricado en lycra.
Hoy, después de casi tres años desde que se murió el abuelo, no he vuelto a tocar un taco. Quizá es porque nada más al ver una mesa de billar escucho su voz, o quizá es porque fue una actividad que practicamos exclusivamente con él y ahora el motivo de su práctica yace tres metros bajo tierra. Quizá es simplemente mi incapacidad de confrontar su ausencia, y se me hace aún posible que cuando entre al Manhattan lo encuentre jugando con Alejandro. En la finca, Gonzalo se deshizo del billar porque no era de su agrado pues las carambolas interrumpían su siesta. Y ya los primos nunca jugamos y nada más mencionar el billar produce un silencio reflexivo entre nosotros. Quizá es hora de ir al billar para cruzar el puente de conexión entre él y nosotros, pues tal vez con la próxima carambola resucite el espíritu del abuelo y sus consejos vuelvan a la luz.
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Felipe Robayo
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