Aces de Gracia
Hay días en los que me levanto con unas ganas terribles de tirar la toalla, de dejarme llevar por una corriente de melancolía e infelicidad que me hunda hasta el fondo de un abismo oscuro y viscoso sobre el que flotaré hasta hundirme y quedar enterrado bajo veinte metros de profundidad para volverme fósil instantáneo. Me dan ganas de gritarle al primero que se me atraviese y golpear las paredes que se interpongan en mi camino. Me dan ganas de estrellarme contra el mundo como toro embravecido y volverme polvo insensible e irracional. Cuando esos días me llegan, mi cuerpo es plomo, mi alma es turbia, y cada minuto del día es una aplanadora. Y no sé cómo transito las calles de la ciudad. No sé cómo es que encuentro la fuerza para levantarme de la cama, bañarme, salir al trabajo, volver arrastrando los pies hasta el vano de mi casa y caer en el suelo como una plasta para permitir que el frío del piso cale mis huesos y erradique mi fiebre existencial.
Estaba en uno de esos días cuando me crucé con el U.S. Open 2018 que acaba de culminar con Novak Djokovic coronándose por catorceava vez en un Grand Slam y con Naomi Osaka sobreponiéndose a la veintitrés veces campeona del mundo Serena Williams en su casa, creando historia al ser la primera japonesa en conquistar un Grand Slam.
Por un lado, Djokovic demostró una paciencia de roca frente a la cascada de raquetazos proporcionada por Juan Martín del Potro, quien dependía en gran medida de la potencia jaguaresca y velocidad de chita de su servicio, pero que Novak supo controlar con terquedad de pared y tenacidad y precisión de halcón, por lo que terminó imponiéndose a del Potro en los tres sets que jugaron, sin darle siquiera una oportunidad a Juan Martín de hacerse a la idea de la posibilidad del título. Con una sonrisa y una humildad digna de monje tibetano, Novak celebró su victoria lanzándose al suelo para recuperar el aliento y seguido abrazó al abatido del Potro, a quien luego le dijo que era un gran campeón, que tenía que estar orgulloso, que también era una inspiración (Clarín).
Por otra parte, durante el partido entre Osaka y Williams, Serena perdió la serenidad ante las decisiones penales del juez de silla, lo que le costó la concentración y así mismo el partido. Lamentablemente, la gran campeona del mundo actuó muy por debajo de su categoría durante el encuentro, ya que no pudo controlar su indignación casi infantil y se enfocó más en reclamar injusticias y enfrentar al juez que jugar contra la japonesa de veinte años quien luego manifestó que para poder confrontarla se imaginó que se trataba de una práctica. La humildad con que Osaka recibió la copa fue tal que se disculpó por la manera como se habían desarrollado las cosas, pero así mismo fue un momento ideal para que Serena reivindicara su espíritu deportivo y le exigiera al indignado público que dejara de abuchear como señal de apoyo, pues era la primera gran y merecida victoria de la japonesa. Es natural que ese lado más humano, ese que manifiesta todas nuestras impotencias, miedos y frustraciones en la forma de gritos, lloriqueos, azotes y reclamos haya tomado posesión de alguien tan maduro a nivel profesional, pues nadie está exento de perder el auto control sin importar cuan preparado esté: es nuestra animalidad inextinguible.
Así, durante esos días de los que hablo me siento más como Serena y del Potro que como Osaka y Djokovic. La frustración acampa en mi cuerpo y pareciera que no hay fogata capaz de brindarme una pizca de calor ante el témpano de la abrumadora incapacidad. Sin embargo, mientras miraba el desenvolvimiento de los encuentros, me di cuenta que al campeón —tanto a Djokovic como a Osaka— lo hace la serenidad de roble con la que afronta cada bola. Una bola a la vez desde las rondas clasificatorias hasta la conquista del championship point. Y cada bola la jugaban como si no existiera otra, como si el punto anterior fuese algo remoto y el siguiente un futuro lejano. Esto les ayudó a mantener la compostura, la cabeza fría y los ojos perseverantemente fijos en la trayectoria de la pelota. Esto les permitió encontrar el lado flaco del adversario y arrollarlo con la calidad de su juego manteniéndose ajenos al otro, entregados a sí mismos por completo.
Quizá saber esto me ayudará de hoy en adelante a confrontar ese tipo de días. Pero también me hace comprender que cada día es el día para entregarse al hacer, para entregarse a la lucha por conquistar los sueños y los ideales dando lo mejor de sí, para responder los smashes, reveses, drives, voleas, globos, dejadas y contradejadas que lanza la vida y la cotidianidad sin importar lo que diga el juez o lo que grite la gente o lo que los demás esperen de uno o el estado anímico actual: lo único que importa es ser uno mismo y la copa llegará el día que corresponde. La felicidad está en la conquista de uno mismo, aún cuando el día parece estar iluminado con oscuridad.
__________________
Felipe Robayo
Comments
Post a Comment