Y tú, ¿qué ves?

Últimamente, cada vez que miro una pared, me imagino cómo la vería Jyoti Raj, el hombre mono de Chitradurga, Karnataka en la India. Entonces estudio las salientes y las hendiduras. Analizo la superficie y hallo que no es tan lisa como la concebí a primera vista. Me aferro al muro y me concentro en que subiré. Miro la cima y enfoco mi deseo y mi energía en ese punto. Planto el pie derecho en un ladrillo levemente salido y con la mano opuesta me halo hacia arriba. Asciendo quince centímetros pero caigo pues el pie izquierdo no ancla, y vuelvo a la realidad de sólo ser una persona que nada más ha visto en una pared una pared.

Sin embargo, el ejercicio de imaginar no me frustra como el intento de escalar las paredes como tal, así que sigo mirando las paredes en una búsqueda de ya no mirarlas sólo como paredes, sino como oportunidades para escalar, nuevos retos que conquistar y nuevas cimas desde donde apreciar el horizonte y la extensión visible bajo los pies. Y busco imaginar los vértigos y las emociones que vive el hombre araña francés que con cincuentaiseis años sigue escalando edificios -ayer, 7 de agosto, cumplió años, y acá en Colombia se celebró el aniversario del triunfo Republicano sobre los Realistas en la batalla de Boyacá y se posesionó Iván Duque en la presidencia-. Busco interiorizar la paz que emanan los ojos humildes de Alex Honnold cuando sonríe después de escalar una roca o la fachada del palacio de bellas artes en San Francisco. Gozo en imaginar los corrientazos anímicos ante los hallazgos de roca virgen por parte de Caroline Ciavaldini y James Pearson en su obsesiva exploración mundial.

Lo más cercano que he estado a una posición similar fue cuando trabajé con mi tío a los trece años de edad pintando la fachada del BBVA en la quinta con trece en medio de un decomiso masivo de piratería por parte de los antimotines. Recuerdo el gas pimienta arañando mi garganta y puyando mis ojos mientras estaba en el andamio de guadua a doce pisos de altura sostenido por un arnés amarrado a una soga de apariencia demasiado delgada. O el ascenso por las escaleras inca a Wayna Picchu desde Machu Picchu. También cuando subí a la torre del capitolio en Tallahassee, que en realidad no es que sea alta, pero está sobre la cima de la colina más elevada de la ciudad o en un techo en Buenos Aires con el primo charlando sobre la libertad de viajar. Desde la altura el horizonte se comba y la luz no es unitonal. Y recuerdo las paredes de aquellos edificios y monolitos y me pregunto si serán escalables.

Seguro que sí.

Así, camino fascinado por la ciudad, ya no viendo superficies planas de cemento, sino posibilidades de caminos insondados. Ya no veo la separación del adentro y el afuera, sino una ruta para la fuerza de los dedos. Me da la impresión de que comienzo a ver la ciudad como la vería un gecko, una lagartija o una araña. Pinto ante mí el muro entre Israel y Palestina o Estados Unidos y México y me imagino a Jyoti compitiendo contra Honnold por ver quién es el primero en ascenderlo para reunir fondos para su demolición. De repente las paredes ya no son sólo paredes sino puentes entre la tierra y el cielo. De pronto las paredes no son una separación, sino un punto de encuentro, una transición. Pero también son la demarcación del deseo y el capricho. Las paredes son suelo vertical.
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Felipe Robayo

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