Los impulsos del Tour

Estamos en el Tour de France. Nairo Quintana, Rigoberto Urán y Darwin Atapuma inspiran a millones de colombianos con sus pedalazos y el sudor de su esfuerzo. Y a medida que avanza la gran carrera gala, los espectadores se inflan de valentía, comienzan a sentir el furor en la sangre de ser ellos mismos quienes compiten contrarreloj y suben las cuestas de los Alpes franceses contra los demás ciclistas del mundo. Entonces el gran deporte de ruedas, cambios y cadenas ejerce su efecto embriagador y trastorna a un espectador -o miles- y lo lleva directo a la bicicletería donde compra una Specialized de ruta hecha de titanio con marco estrambótico y superheroesco. Pero no sólo eso, sino que así mismo adquiere un casco ergonómico, aerodinámico y ultraliviano de carbono, gafas ultravioleta y antiempañables, camiseta y culotte de licra antialérgica, transpirable y antibacterial, guantes de dedos recortados de cuero, y zapatillas con sistema de clips, plantillas como nubes y suela como roca.

Y cuando va a pagar, el hombre -no tanto la mujer porque este deporte está mediáticamente dirigido más a hombres- el hombre traga saliva, saca su tarjeta de crédito recién sacada, medita profundamente en la inversión en su salud, su estado físico y su diversión. Se pinta como un Nairo, un Urán o un Atapuma. Oye los vítores entre estaciones de un público compuesto por rostros desconocidos. Siente la voz de la conciencia con el tono de su esposa diciendo, “Eso es demasiado dinero para un capricho”. Pero el hombre, ebrio de convicción, saturado por un deseo de demostrarse a sí mismo que sí es capaz y que no hay carretera ni montaña que pueda resistir el avance de su pedaleo, tiende la tarjeta al vendedor, la caja timbra la venta y la impresora de recibo emite su silabeo alienígena. ¿El total? La módica suma de diez millones de pesos. Pero, ¿qué son diez millones de pesos cuando se beneficiará la salud, se aplacará el deseo y se cumplirá un sueño?

Y así comienza la aventura. El hombre se aprieta en su disfraz de ciclista, monta su rutera en el portabicicletas y se dirige a las siete de la noche a uno de los puntos de encuentro para la salida. Inspirado por lo que vio en la mañana, el hombre se repite en voz alta y con tono de motivación, una y otra vez, los comentarios de los narradores del evento: el ritmo es clave; ir rápido no siempre garantiza la llegada; la respiración acompasada mantiene el cuerpo tanqueado con la gasolina del cuerpo, el oxígeno; la competencia, en últimas, no es contra nadie más que sí mismo. Y, motivado, se une a los demás aficionados del deporte y se aventura a la ruta.

La primera noche es de exigencia extrema, pero no por la dificultad del camino, sino por la carencia de preparación física y mental del ciclista naciente. A la mañana siguiente desea no haber nacido por el dolor de piernas y la fatiga del cuerpo en general que lo aplastan en la cama o el sofá o en la silla en su trabajo frente al escritorio. Y en medio de la agonía del ácido láctico liberado por los músculos, el hombre se pregunta, “¿Cómo hará ese Nairo?” Su afición se ve comprometida por el pensamiento de la próxima salida que, de no darse, resultará en cantaleta conyugal. Busca entonces la inspiración en el Tour y la encuentra en el semblante estóico frente al sufrimiento de Atapuma. Re-energizado, el hombre vuelve a la ruta. Cuando siente el cansancio, fija la imagen de Darwin en el horizonte de la carretera, respira y continúa su avance. Las tres semanas de carrera son el máximo aliciente para que el ciclista emergente mantenga su frágil convicción de continuar, pero una vez terminada la última etapa, la decisión se deshace como un cristal que choca contra el suelo, los días se apilan uno sobre otro como las capas de polvo sobre la bicicleta nueva, la vestimenta queda arrinconada en el clóset y el súbito detenimiento de la actividad por poco y le cuesta el matrimonio.

¿Lo irónico? Que a pesar de la desgracia económica, desinflamiento anímico y tambaleo matrimonial, las ventas de bicicletas repuntaron durante la competencia y los dueños de las bicicleterías sonríen por el aumento de demanda durante la carrera, pues aquellos días del Tour de France y el Giro d’Italia compensan por los restantes meses ilíquidos.

Pero, ¿y qué con todo esto? ¿Qué importa que una persona se endeude y ponga en peligro su estabilidad de pareja si con ello sintió por un segundo el cielo en sus manos? Además, ¿qué hay de aquellos que sí continuaron con su odisea ciclística y aún le sacan jugo a su inversión? ¿Y qué hay de aquellos que ya montaban por propia convicción y no por una transmisión televisiva circunstancial? Sin embargo, quienes interesan aquí son aquellos quienes, seducidos por la pasión del momento y revestidos de convicción instantánea, hacen algo que de otro modo no harían. Esto me hace visualizar la gran carrera como un comercial de bicicletas que dura tres semanas, y por ello me veo inclinado a cuestionar la razón de ser del evento, es decir, ¿corren para demostrar quién es el mejor ciclista del mundo o para aumentar la venta de bicicletas y así garantizar la subsistencia de aquella industria? ¿O ambas? Porque cuando uno va a una bicicletería se hace evidente que la oferta es exponencialmente mayor a la demanda, que los modelos viejos se ven opacados por el incesante surtimiento de modelos nuevos, y que las tecnologías de punta que exhiben en la gran carrera son ampliamente inaccesibles para cualquier bolsillo. Un fenómeno similar sucede en las pasarelas de Milán y Nueva York, donde los y las modelos se renuevan cada tanto para exhibir la ocurrencia confeccional del momento y el efecto de adquisición masiva y compulsiva se renueva cada día.

De modo que primero llega una ola de estímulo hacia el consumo y seguido llega la ola del consumo, como un maremoto que produce un tsunami. De algún modo es preocupante, pues es claro que así proceden la publicidad y el mercado en general, por lo que ya no se sabe si lo que se consume a diario es por propia convicción y decisión o si es una viva manipulación mediática que nos hace creer que eso es lo que queremos, y así el libre albedrío se ve coaccionado por tan diversas máscaras de seducción que gustosos seríamos prisioneros con la firme convicción de ser libres. Así, durante el Mundial, la Champions y la Libertadores aumentan las ventas de camisetas, suscripciones y balones; durante los Juegos Olímpicos, las banderas y memorabilia; la Navidad, pavo, unión familiar y momentos de alegría; la Semana Santa, autojuicio, castidad y autoflagelo; las elecciones presidenciales, promesas juramentadas, soluciones absolutas, denigraciones de la oposición y polarización fanática. Vaya eventos, bazares de sueños, ideales, estatus y aspiraciones.

Lo bueno de una bicicleta es que ahí estará el año siguiente cuando vuelva el Tour de France y así mismo la motivación, pero la próxima vez que me aventure a la compra de cualquier cosa, tengo el deber de preguntarme: “¿Lo necesito o lo quiero en realidad, o resulté convencido de que lo necesitaba y lo quería sin darme cuenta pero en realidad ni lo quiero ni lo necesito?” La respuesta llegará en su momento. Ah, y las ganas de la bicicleta, creo que las voy a tener que aplazar para el próximo año a pesar de la victoria de Nairo en la montaña. Sin embargo, ya es hora de comenzar a hacer ejercicio.

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Felipe Robayo

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